madres de una multitud

Terminamos el mes de septiembre, que dedicamos a la reflexión sobre martirio y mujer, con un vistazo a las mártires de los primeros siglos de la Iglesia

Sabemos que los inicios del cristianismo, y el mismo impulso misionero de la Iglesia de la primera hora, están estrechamente ligadas a la persecución romana de la que fue víctima la comunidad primitiva. Nuestra fe descansa sobre un terreno sólido y fecundo que es la sangre de mujeres, hombres y niños que han preferido sacrificar su vida antes que renunciar a la propia fe. Hace apenas dos años, el Papa Francisco afirmaba que “la Iglesia de hoy es rica en mártires.

Hoy hay más mártires que al inicio de la Iglesia, los mártires están en todas partes”. El martirio es extensión de la cruz y sin la cruz no hay Evangelio: no se puede eliminar el martirio de la vida cristiana. Hoy como ayer, el ejemplo radiante de la vida de los mártires es un testimonio cristalino de la fuerza de la fe, de la que siempre tenemos necesidad para sacudirnos ese entumecimiento que a veces nos empuja al umbral de la incredulidad.

Por eso miramos a los mártires y reconocemos las geometrías del Espíritu en la inmensa variedad de circunstancias y formas en que cada uno, cada una entregó fielmente y sin reservas la propia vida por el amor de Aquel que primero se sacrificó por amor a nosotros. Mi objetivo a través de estas líneas es recordar algunas historias de mujeres de los primeros siglos de la cristiandad, ejemplos genuinos y transparentes de fe para sus contemporáneos y para la Iglesia venidera, para nosotros; cada una diferente de la otra en origen, carácter, extracción social, pero todas reflejos de la única imagen del Cristo-Dios en su Pasión, Muerte y Resurrección. El amor es exagerado o no lo es.

Antes de comenzar, es oportuno recordar algunos aspectos de la condición femenina de la época para enmarcar mejor los hechos. En el Imperio Romano la cantidad de niñas abandonadas al nacer era mucho mayor que el de los niños. Para los romanos “la mujer es una niña grande a la que hay que cuidar a causa de la dote”. Según el derecho romano, la libertad de la hija con respecto a la autoridad de su padre era efectiva solamente tras la muerte de este último. Se hace más comprensible la amplitud de las provocaciones y dificultades que las mujeres, y entre ellas las mártires, tuvieron que afrontar ante la sociedad y la familia, así como se intuye mejor el impacto de su testimonio en el momento en que  asumieron sin dudar las consecuencias de su elección de fe, elección que les daba a ellas situación de autonomía y autoridad de sus acciones.

En Francia, por ejemplo, la persecución contra los primeros cristianos fue particularmente significativa debido al efecto que tuvo de promover los principios del Evangelio dentro de su propio territorio. Eusebio de Cesarea, en su Historia eclesiástica, nos dejó un relato de los mártires de la Galia, entre los cuales se distingue Blandina, una joven esclava que ha testimoniado  la fe de manera sorprendente.

“Temíamos que por la gracilidad de su cuerpo no tuviera fuerzas para proclamar libremente su confesión, pero Blandina se encontró llena de tal energía que extenuaba y agotaba a quienes, de todas las formas posibles, la torturaba desde el alba hasta el atardecer; […] la joven mujer, como noble atleta, rejuvenecía en el testimonio, que para ella era recuperación de fuerzas, descanso y ausencia de dolor en medio de los tormentos y decía: “Soy cristiana, y nosotros no hacemos nada malo”. Los cristianos quedaban admirados por semejante fortaleza de ánimo de la joven y por su grandeza moral, a pesar de ser esclava. Colgada de un palo en medio del anfiteatro, “viéndola así, como crucificada y rezando en voz alta, los soldados de Cristo se sentían más valientes”. Después de los latigazos, las bestias y las llamas, la arrojaron sobre un toro, que la atacó y la empaló, arrojándola de un extremo al otro de la arena durante largo tiempo. Ella mantuvo  firme la esperanza en lo que siempre había creído, y al final “ella también fue sacrificada, mientras los mismos paganos reconocían que nunca una mujer había padecido tanto y tales torturas”.

En los últimos días de Marco Aurelio, la persecución de los cristianos se había reavivado en Roma. Fue alrededor de los años 178-180  d.C. que se asistió al martirio de Santa Cecilia. Está descrito en la Passio Sanctae Ceciliae, un texto posterior a tres siglos y medio posterior a los hechos. Cecilia era de una de las familias más nobles y antiguas de Roma. Es probable que fuese bautizada por alguna ferviente nodriza cristiana o esclava ferviente de Roma. Creció en edad y en la fe. Debajo de sus amplias túnicas llevaba el cilicio y el Evangelio. Al llegar a la edad de contraer matrimonio, sus padres se la prometieron a Valeriano, un joven de una familia igualmente ilustre y acomodada. En el secreto de su intimidad, Cecilia se había consagrado completamente a Dios, y después de haber escuchado sus sencillos y apasionados discursos teológicos, Valeriano y su hermano Tiburzio se convirtieron al Evangelio. El drama comenzó cuando los dos hermanos neófitos comenzaron a construir necrópolis en los jardines familiares donde poder enterrar los cadáveres de numerosos mártires y organizar ceremonias.

Por ello fueron denunciados, capturados y llevados al prefecto de la ciudad quien trató de convencerlos y liberarlos del castigo por su linaje. Sin embargo los dos hermanos, estaban dispuestos a morir y despreciaron a todos los magistrados y dioses de Roma. Su actitud fue tan heroica que el soldado encargado de llevarlos a la muerte, llamado Máximo, terminó convirtiéndose y muriendo con ellos. Cecilia fue aún más fuerte en su fe, a pesar de haber quedado viuda. Mandó a recuperar los cuerpos de los dos hermanos y a depositarlos en una necrópolis cristiana. En su juicio proclamó en voz alta su fe y asumió todas las consecuencias. “Jamás renegaremos del santísimo nombre que conocemos. ¡Non possumus! ¡Es imposible para nosotros! Preferimos morir en la suprema libertad antes que vivir en la desgracia y el abandono. Y esto que les tortura a ustedes que en vano se esfuerzas por obligarnos a mentir, es precisamente la verdad que proclamamos. […] Adoran a dioses de piedra o de madera”. Luego de ser sometida a diversas torturas, ordenaron que la ejecutaran con golpes de cuchillo, durante los cuales, de manera excepcional, aún poseía la fuerza para consolar a los suyos. El ejemplo de Cecilia, que sacrificó la alegría de ser madre para dedicarse a generar almas para Dios, es un contrapunto al concepto de mujer de los antiguos romanos, como “puro instrumento social de fecundidad patriótica”.

En el año 202, un edicto del emperador Septimio Severo había prohibido el proselitismo tanto judío como cristiano. En África, precisamente en Cartago, fueron arrestados algunos jóvenes catecúmenos: Revocato y Felícita, su compañera de esclavitud, Saturnino y Secondulo. Con este grupo también fue capturada Perpetua, una joven de distinguida cuna, hija de un noble de la ciudad de Tuburbo, al sur de Cartago. Casada a los veinte años, tuvo un hijo recién nacido. Todos fueron bautizados al inicio de su encarcelamiento y Saturo, quien los guiaba en la fe cristiana, se entregó a la justicia y los siguió hasta la cárcel. La vida nueva recibida del agua y del Espíritu se cumplió en el martirio, afrontado con límpida fe y conmovedor apoyo mutuo. Después del interrogatorio, de la profesión de fe y de la condena a las bestias feroces, el grupo fue trasladado a la prisión militar, en  espera de los Juegos organizados por el cumpleaños de Cesare Geta, hijo del emperador. Dentro de la cárcel, Perpetua animaba a los otros. Se resistió a la vista de su padre y de sus familiares, que habían venido para verla y para implorar la gracia.

Felicita estaba embarazada de ocho meses cuando fue capturada. El texto de la Narración del martirio de los santos mártires cartagineses cuenta que, cuando llegó la fecha fijada para el suplicio,  los condenados hicieron su entrada al anfiteatro como si fuera para entrar al cielo. Perpetua fue la primera en ser lanzada al aire por una vaca enfurecida y cayó de espaldas. Inmediatamente se levantó y, al ver a Felicita caída en la tierra, se acercó a ella, le tendió la mano y la levantó. Las dos mujeres permanecieron de pie.

Después,  Perpetua llamó a su hermano y a Rustico y les dijo: “Permanezcan firmes en la fe, y ámense los unos a los otros; no se escandalicen por nuestro sufrimiento”. El pueblo seguía exigiendo que quienes debían haber recibido el golpe de gracia fueran conducidos al centro del anfiteatro, porque querían ver con sus propios ojos cómo la espada penetraba en el cuerpo de las víctimas. Los mártires se levantaron espontáneamente y se dirigieron al punto que indicaba el pueblo. Se intercambiaron el beso de la paz para coronar el martirio. Todos fueron heridos con la espada, inmóviles y en silencio; Saturo fue el primero en morir, y continuó confortando a Perpetua hasta el último instante, “y ella, que deseaba sufrir más todavía, […] ella misma tiró hacia la propia garganta la mano indecisa del gladiador inexperto”. A partir de ese momento, queda la fama que la devoción cristiana reservará para ella y sus compañeros, incluidos en el calendario romano entre los mártires el 7 de marzo de 354.

Santa Ágata en cambio, nació en Catania, pertenecía a una familia noble y rica, y también y era también muy bonita, tanto que el cónsul Quinziano estuvo dispuesto a casarse con ella. Agata, sin embargo, tenía otros proyectos y ya había prometido dedicar su vida por completo a Cristo. Entonces Quinziano, que no quiso darse por vencido, comenzó a amenazarla y condenarla a torturas atroces. Ordenó que le arrancaran los senos con tenazas, pero al día siguiente ella resultó milagrosamente sana. Ese mismo día fue martirizada con la tortura de las brasas ardientes. La lucha gloriosa de esta mártir contra el odio de su pretendiente animó a los cristianos a pedir su intercesión y protección en ocasión de la erupción del Etna del 250, año siguiente a su martirio, cuando, según la tradición, obtuvieron la liberación de la lava volcánica. .

Una historia similar fue la de Inés, “la dulce pequeña mártir, condenada a ser encerrada en un prostíbulo por negarse a casarse con un pagano y que fue milagrosamente defendida por ángeles, hasta que finalmente murió decapitada” en la persecución de los cristianos impuesta por Diocleciano. San Ambrosio de Milán nos dice que Inés “sufrió el martirio a los 12 años. Tanto más detestable fue la crueldad que ni siquiera tuvo en cuenta una edad  tan tierna  y tanto mayor fue la fuerza de la fe que incluso a esa edad encontró un testimonio”. “. A través de este testimonio, Inés se ha convertido en uno de los ejemplos más destacados de la historia cristiana. Como era costumbre, las niñas eran dadas niñas en matrimonio por sus padres a los 12 años de edad. Se dice que Inés, habiendo llegado a esa edad, fue asediada por muchos pretendientes, pero ella rechazó todo y a todos, debido a su fe ya profunda y apasionada. Uno de estos pretendientes, frustrado y furioso, la denunció ante las autoridades como cristiana, llevándola a la cárcel.

Como sucedía a menudo con las vírgenes cristianas jóvenes, tras repetidas negativas a abjurar de los votos pronunciados, el juez dispuso que la enviaran a un burdel para corromperla. Según la leyenda, se cuenta que los hombres, inexplicablemente, se negaron siquiera a tocarla. Por lo tanto, fue detenida, torturada y condenada a ejecución pública. Inés aceptó la muerte con admirable valentía, convirtiéndose en un icono de los sufrimientos de innumerables mártires cristianos bajo la persecución romana. La dulce niña de la nobleza romana fue brutalmente asesinada, enfrentándose a la muerte como pocos hombres fueron capaces de soportar. Es probable que su ejecución haya generado la conversión de muchos a la fe por la gran admiración que suscitó. En medio de las muchas propuestas de matrimonio que rechazó, su respuesta fue siempre “El que primero me eligió para sí mismo, él es el que me tendrá. ¿Por qué tardas, torturador?” Frente a todos ella se puso de pie, oró e inclinó el cuello. Miró y vio al verdugo temblar, con el rostro pálido y su mano vacilante, mientras ella no tenía miedo en absoluto. Ella ganó la corona del martirio manteniendo intacta su virginidad. Inés fue vista como la heroína más grande de los cristianos romanos de la época. La hija de Constantino, que poco después se convirtió en el único gobernante de la parte occidental del Imperio Romano, hizo construir una gran basílica fuera de las murallas romanas donde se encuentra la tumba o de Santa Inés, lo que convierte a ese lugar en una de las principales metas de peregrinación. de la ciudad.

Andrea Carvalho, postulante mc

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