
La fiesta de Pascua conduce naturalmente a la de Pentecostés, narrada en una historia que probablemente tenemos muy presente en nuestra mente aunque en los Hechos de los Apóstoles quede como un peñasco errático ocurrido casi por casualidad. Vale la pena volver a leerla, pero con una mirada más profunda teniendo más en cuenta su entorno en el resto de la Biblia.
Una fiesta que ya existía
Podríamos pensar que el “quincuagésimo (día)” que Lucas menciona al inicio del segundo capítulo de los “Hechos de los Apóstoles” sea simplemente un dato cronológico preciso, pero en realidad la fiesta de Pentecostés ya existía.
Celebraba la cosecha del trigo, cereal que más que la cebada garantizaba cantidades de energías suficientes para mantener con vida y salud a los habitantes del país hasta el verano siguiente. En origen, como es obvio, su fecha no era fija (Ex. 23,16), pero pronto se la vinculará a las otras fiestas y se establecerá un día para celebrarla, o sea, el cumplimiento de una “semana de semanas” a partir de la Pascua. El día siguiente a estas semanas de semanas, o sea, el quincuagésimo día (en griego, Pentecostés), era la fiesta de Pentecostés, o, precisamente, “de las Semanas” (cf. Lv 23,15-21).
La idea de fondo es que el inicio de la garantía divina de asegurarle la vida a su pueblo, se cumplía con la cosecha de la cebada que se celebraba en Pascua, y que se completaba con la cosecha del trigo Este es el motivo por el que en esta fiesta se ofrecía sobre el altar por única vez en el año panes con levadura, completando así la purificación iniciada con los panes sin levadura que en Pascua no sólo eran propios del rito en el templo, sino también eran el único pan permitido en la mesa familiar. Y es por eso que, con el tiempo, comenzó a celebrarse también en esta jornada la alianza concluida en el Sinaí casi, como para decir que la liberación iniciada con la salida de Egipto cruzando el Mar Rojo se cumplió con el don de la ley en el Sinaí. (2 Cr 15,10; Tb 2,1).
También para los cristianos, Pentecostés se convertirá de algún modo en el cumplimiento de la Pascua: la liberación de la muerte, cumplida con la resurrección de Jesús, se plenifica con el don del Espíritu y el comienzo de la Iglesia.

Una narración compleja
Lucas narra en Hechos 2:1-11 la primera efusión espectacular del Espíritu Santo sobre la Iglesia, precisamente en el día de Pentecostés sucesivo a la Pascua de resurrección. Es una narración famosa que probablemente recordemos así: los apóstoles estaban encerrados en el cenáculo cuando descienden sobre ellos lenguas de fuego, ellos empiezan a hablar a todas las personas que eran de muchas naciones diferentes que estaban presentes en Jerusalén, y ellas los entienden.
Parecería un milagro sorprendente que tiende a convencer a los presentes de la autenticidad de los doce (cuyo número apenas acaba de ser reconstituido incluyendo a Matías) y juntos sirven como “atajo” para anunciar el Evangelio a todos. Pero, ¿realmente es así?
Mientras tanto, podemos notar que no está claro cuántos hayan sido los protagonistas (aparte del Espíritu Santo): ¿realmente se trata de los “doce”, o bien de algún otro? “Estaban todos juntos en el mismo lugar” (Hechos 2:1). Sí, pero ¿Quiénes eran esos todos? Inmediatamente antes, en el capítulo anterior, se había dicho que los once han vuelto a ser doce, pero para proceder a la elección de los candidatos y sortear para definir al duodécimo, son en realidad ciento veinte personas (Hechos 1:15). Es probable que esos “todos” hayan sido essos.
Luego viene un “estruendo”, algo que sucede desde afuera pero que no es comprensible (en el v. 6 en griego ya no hablará de “ruido” sino de “voz”, aunque en la traducción de la CEI la diferencia no es tan clara), y “aparecieron lenguas como de fuego, que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos” (Hch 2, 3). Lucas sabe cómo contarlo bien, sabe que tenemos necesidad de imágenes para intuir algo; y, al mismo tiempo, es un teólogo preciso, consciente de que la obra de Dios puede ser narrada, sí, pero sólo por aproximación. No es fuego eso que desciende sobre ellos, sino más bien “viento” (Espíritu, precisamente…: en griego y en hebreo son la misma palabra), y se manifiesta con “lenguas como de fuego”. En fin, algo se ha visto, algo se ha captado, aunque sea impreciso, y ese algo claramente ha descendido sobre “cada uno” de los presentes.
Como consecuencia hablan en lenguas diversas y cada uno los entiende, Lucas nos quiere dejar con la boca abierta, ofreciéndonos un elenco de todos los lugares de donde provienen los presentes. No sorprende que todos sean lugares en donde había una fuerte presencia hebrea, probablemente son los peregrinos que vienen a Jerusalén para una de las fiestas de peregrinación. Como todos los peregrinos, confían en la acogida que encontrarán, no obstante sean tal vez débiles con las lenguas, también es casi seguro que prácticamente todos ellos entendieran y hablaran al menos un poco de griego (los que venían del Mediterráneo) y/o de arameo (tal vez Partos, Medos y Elamitas y habitantes de la Mesopotamia) dos lenguas que bastaban para girar en gran parte del Mediterráneo oriental y del vecino Oriente y ciertamente eran comprendidas y habladas en Jerusalén durante los días de la peregrinación. En fin, un observador neutral, en probablemente redimensionaría mucho la realidad del milagro. Hacerse entender no habría tenido que ser un problema.
Entonces, ¡Qué quiere decirnos Lucas? Probablemente que en la fiesta que completa la Pascua Dios trata de entrar en el corazón de sus fieles para hacerlos testigos valientes y sobre todo confiables. Y no viene solo en la comunidad sino en cada uno. Cada uno de los creyentes (no solo de los doce apóstoles está dotado del Espíritu para comprender a Jesús y para anunciarlo. Este anuncio sorpresivo sonará interesante, comprensible, atrayente para gente que proviene de cualquier parte o ambiente sea cual fuere su tierra o su nodo de pensar.
Tal vez, entendido así, el párrafo se transforma en una promesa, no prodigiosa pero extremadamente consoladora y tranquilizadora para la Iglesia de cada tiempo y lugar. Dios se hará comprender porque habla al corazón humano. De cada ser humano.

Los otros Pentecostés.
No nos extrañará más entonces, que del don del Espíritu Santo se hable también en muchas otras ocasiones de ahora en adelante en los Hechos de los Apóstoles (4,31; 8,15-17; 9,17; 10,44; 19,6).
Pero en realidad, ya antes se ha dicho que el Espíritu Santo ha sido infundido. También descuidando el descenso en María en la Anunciación y en Jesús después del bautismo en el Jordán, resulta significativo cómo Mateo y Juan recurran, a la muerte de Jesús a fuentes, a fórmulas que suenen como mínimo ambiguas: “Emitió el Espíritu” (Mt. 27,50) e, “Inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19,30), en frases en que es una lástima que debamos elegir si usar la mayúscula o la minúscula. Efectivamente Mateo y Juan no relatan el Pentecostés (a no ser que debamos leer así (Jn 20. 22-23, cuando el Resucitado dice a los discípulos: Reciban el Espíritu Santo), pero saben que Dios no desaparece del mundo con la muerte de Jesús, y que la constante presencia divina en la historia de la humanidad toma desde ese momento la apariencia del Espíritu.
Es como si, contra nuestro deseo comprensible de simplificarnos las cosas y garantizarnos el que encontremos aquello que buscamos en ese cajón y solo allí, el Espíritu continúe haciéndonos un guiño de tantas partes y en muchas formas invitándonos a descubrirlo y a acogerlo también allí donde menos lo esperamos. En el fondo, Jesús lo había dicho: “el viento sopla donde quiere y escuchas su voz, pero no sabes de dónde viene ni donde va: así es cualquiera que ha nacido del Espíritu” (Jn, 3,8), y el mismo modo debe ser el de aquel mismo Espíritu que está en el origen de tanta creatividad, siempre buena y útil para el ser humano.
Angelo Fracchia, biblista