La misión no deja de ser una continua escuela de vida donde siempre se aprende algo nuevo. Hna Palmira nos comparte su experiencia enriquecedora en Bolivia.
Esa es la actitud que te hace sorprender continuamente por la realidad de la cultura en donde eres enviada, y llamada a descubrir el actuar de Dios.
Hacer memoria de la experiencia compartida con el pueblo quechua en la diócesis de Oruro Bolivia, es volver a esa escuela de vida con profunda gratitud y dejar que el corazón viaje…y a la vez traiga a la memoria momentos fuertes que todavía hoy me llevan a mirar la vida con ojos nuevos, que no deja de ser un desafío en el cotidiano vivir.
Volver es una gracia en la que siento fuerte la invitación a dejarme envolver en la fuerte energía de vida, paz, y armonía que en aquel lejano amanecer marcó mi vida.
Eran mis primeras experiencias a contacto con la realidad y sacralidad de la cultura Andina y su cosmovisión.
Y así fue aquel Viernes Santo desde muy temprano salimos caminando a la luz de pequeñas antorchas hacia la cumbre del cerro, donde dista una grande cruz verde. ( La cruz en la cumbre del cerro establece simbólicamente la relación vital entre micro y macrocosmos, entre cielo y tierra. Así, que para la teología andina la cruz no representa un símbolo de la muerte, sino de la vida que brota a raíz de la relación cósmica, por eso las cruces son verdes (signo de la vida) y sin corpus, y cumple la importante tarea de proteger la comunidad, intermediando la imprescindible relación entre el cielo (lluvia) y la fecundidad de la tierra.) En profundo silencio que venía interrumpido con algún canto invitando al pedido de perdón. En la medida que avanzábamos la gente se inclinaba hasta el suelo y alzaba una piedra, que carrejaba hasta la cruz como ofrenda de reparación por sus pecados y los de la comunidad.
Ya en el último tramo la subida es empinada y exige más cuidado, pero no falta la ayuda de los más expertos en escalar el cerro.
Fatigo yo también pues no soy experta en escalar…… pero la mano de Francisca Morochi una bellísima anciana con un corazón grande, propio de madre, se extiende y me dice de confiar que voy a llegar… El viento soplaba fuerte y yo temblaba de frío… ella delicadamente toma su manta y me la pone sobre mis espaldas.
La miro y le hice seña de que ella la necesitaba, al que me contesta yo debo cuidar “madrecita” así nos llamaban, me sentí pequeña y me conmueven sus gestos tan nobles, verdaderamente carrejados de amor y delicadeza que te hacen experimentar la ternura y amor de Dios que te cobija y protege. Esta experiencia fue para mí una grande lección de vida.
Hna Palmira, mc