Hay profetas y profeta…

Terminamos el mes de la Biblia con una hermosa reflexión sobre el rpofeta Jonás 

Los profetas son autores muy valiosos del canon bíblico: ellos son los que han desplazado el foco de atención en la relación del pueblo con Dios (que castigaba o premiaba a toda una comunidad) llevándolo a la relación personal con Dios, poniendo la conciencia en el centro. Y con su pretensión de captar directamente la intención de Dios, perduran las voces más incómodas de la Biblia, como así también se encontró diciendo un rey que también quería convocar al profeta Miqueas, ante el estímulo de sus reyes aliados que querían entender cómo Dios evaluó su empresa militar: “Todavía hay un hombre que debe consultar al Señor, pero lo odio porque no profetiza el bien sino el mal” (1 Reyes 22,8); la cuestión es que, Miqueas responde: “anunciaré lo que el Señor me diga” (1 Reyes 22:14), y esto a menudo nos fastidia bastante.

Pero, hay un libro, incluido en la lista de los doce profetas “menores”, que es muy particular. Tiene como protagonista a un profeta aunque no sea propiamente un libro profético, no nos informa las palabras. Es el libro de la “paloma”.

Una paloma rebelde

“Jonás”, efectivamente, en hebreo significa “paloma”, y además es un nombre femenino. Sin embargo, todo hace pensar que un profeta con este nombre nunca existió realmente. Pero quien ha escrito su libro, después de todo, ha actuado como profeta, tratando de explicar, de una manera irónica y placentera, realidades que podrían sonar incómodas para muchos… incluso hoy tal vez para nosotros.

El libro se abre como podremos imaginar. La palabra de Dios está dirigida al profeta que es enviado a Nínive, la gran ciudad, capital del tremendo y belicoso imperio asirio en el apogeo de su esplendor. El mensaje es que Dios está cansado de su maldad (Jn 1,2), mensaje que muchos pueblos conquistados hubieran podido compartir. Desde Israel, donde vivía Jonás, se trataba de caminar hacia el este durante aproximadamente un mes, es decir, hacia lo alto según la forma habitual de pensar ante los mapas de la antigüedad. Incluso simbólicamente, para cumplir la misión de Dios en realidad se trataba de elevarse, de ir hacia el cielo.

Pero… el profeta baja al puerto de Jaffa, baja en una nave, paga el recorrido y se embarca para Tarsis, en la actual España, toda la parte opuesta (1,3). No sabemos (todavía) por qué. Podríamos imaginar que el miedo se apoderaría de él, sentimiento que también comprenderíamos, aunque se nos venga a decir que el mandato divino requiera un mínimo de coraje, y ciertamente también le habría asegurado su protección.

Pero Dios no se distrae, envía una tempestad para detener la nave (1,4), tanto que los marineros rezan cada uno a su propio dios y tiran al mar lo que han embarcado. Las personas que se ganaban la vida comercializando comprenden que la vida es más importante y abandonan la carga. Jonás, por su parte, ha bajado aún más, en la bodega, y allí duerme (1,5). Lo despiertan para que él también ore a su dios antes de echar suertes, para saber por culpa de quién les ha llegado ese desastre. Y la suerte habla, la culpa es de Jonás (1,6-7). Los marineros, en lugar de arrojarlo egoístamente de inmediato al agua, tratan de comprender qué es lo que ha sucedido, quién es él, y Jonás, serenamente, habla de Dios creador del cielo y de la tierra (1,9), y los invita a que lo arrojen  al agua. Los marineros, en cambio, intentan salvarlo (1:13), pero luego, al final, resignados y pidiendo perdón, hacen lo que Jonás les ha invitado a hacer. La tormenta se calma de inmediato y esos hombres, tocados, se convierten al Dios de Israel (1:16). Se diría que el profeta convierte a las personas  casi sin quererlo. (Y que todos alrededor de Jonás están más dispuestos que él a escuchar al Dios de Israel).

Jonás es tragado por un gran pez (2,1) que luego lo arroja en la playa después de tres días, en los que el profeta compone un hermoso salmo, muy correcto teológicamente y tradicional. Nosotros, lectores podemos quedarnos un poco perplejos al descubrir a un profeta a quien Dios habla, que conoce muy bien la teología, no hace lo que Dios pide.

Segundo intento

Así, después de algunos vagabundeos, la carga de un barco perdido, una tripulación convertida y un viaje de tres días en un pez, la misión de Jonás vuelve a su punto de partida. Dios, sin inmutarse, regresa para decirle a Jonás que vaya a Nínive para anunciar el mensaje divino (3,2). Esta vez el profeta toma el camino correcto, llega a la gran ciudad, camina tres días para atravesarla (3,3) y sigue un día de camino pregonando  que dentro de cuarenta días Nínive será destruida (3,4).

Y tal vez también en el lector comience a surgir un poco de irritación. Jonás primero trató de hacer lo contrario de lo que Dios le pidió, luego se comportó como los adolescentes que obedecen, sí, a la orden de sus padres, pero resoplando y trabajando mal, con la secreta esperanza de ser despedidos por exasperación. El mensaje de Dios decía que la maldad de la ciudad ha subido hasta Él (1,2), pero Jonás pasa directamente al castigo con ultimátum (3,4); la ciudad es grande, requiere tres días de camino, pero cuando termina el primer día, Jonás decide que tiene suficiente. Ya no parece un profeta asustado, sino desganado, irritado, lunático. Y todavía no entendemos el motivo. Los ninivitas, sorpresivamente, deciden escuchar la palabra de Dios, de un Dios que no conocen, e invocan el perdón: todos se visten como pobres con un saco incómodo, incluido el rey, y ordenan el ayuno para todos, incluso para los animales. : “¡Quién sabe si Dios no cambia de idea!” (3,9), que es precisamente la actitud más correcta de los hombres de fe ante el Dios de la Biblia. Sí, porque ese Dios no quiere la muerte de los hombres, sino que se conviertan y vivan bien (Ez 33,11). Y, de hecho, llega el perdón para los ninivitas (Jn 3,10).

Nuestra mirada y la del autor del libro vuelven a Jonás: su mensaje ha sido escuchado, los habitantes de la grande y mala ciudad han cambiado su estilo de vida y el mundo puede empezar a caminar de una manera mucho mejor. El profeta, escuchando (con un poco de fatiga…) la llamada de Dios, ha mejorado el mundo y la historia. ¿Finalmente estará contento el profeta?

 

Un Dios demasiado bueno.

 No. Jonás está enojado. Y su reacción, esta vez, incluso nos arranca una sonrisa:

“¡Eso, yo ya lo sabía! ¡Por eso no quería venir! El caso es que tú eres un Dios demasiado bueno, aquellos se convierten y tú los perdonas. ¡Y eso no está bien! “(4.2). Jonás repite una profesión de fe tradicional (“Eres un Dios misericordioso y compasivo, lento para la ira y grande en el amor”), que sin embargo aquí se convierte en motivo de resentimiento. Jonás añora el castigo, le hubiera gustado que los ninivitas murieran en sus pecados.

Por eso no quería  ir a Nínive: no por miedo a los asirios, sino a Dios, a su bondad.  Parece que muchos de nosotros que nos comportamos bien, que somos  discípulos fieles de un Dios de amor, no podemos soportar que Él también ame a los otros, especialmente si no son de acuerdo con nuestros cánones.  En fondo, Jesús lo había entendido bien, si ha contado la parábola del hijo pródigo y particularmente mencionó al hermano avaro, que no por casualidad nos fastidia es porque, si somos honestos, reconocemos que habla de nosotros (Lc 15,25-32).

Dios, quien hasta ahora tuvo que fatigar más para hacer llegar al propio profeta a su destinación, que para manejar a los habitantes de Nínive, decide empeñarse todavía, hacer un esfuerzo más para hacerle entender algo a Jonás, que, ofendido, se ha construido una cabaña fuera de la ciudad y espera, no se entiende bien qué cosa espera. Dios no lo olvida, quiere tratar de hacerle entender: durante la noche hizo crecer un arbusto de ricino, que protege la choza de Jonás con su sombra, que, por primera vez en el libro, se alegra (Gio 4,6). Luego, sin embargo, la noche después la planta se seca, y Jonás nuevamente invoca la muerte (4: 8).

El libro se cierra con una pregunta de Dios, que se esfuerza por hacer razonar a su profeta, el que debería conocer mejor que nadie el corazón divino: “Te compadeces de esa planta, que nació en una noche, y en un anoche murió sin que tú la cultivaras. ¿Y yo no debería tener pena por esta ciudad en la que hay más de ciento veinte mil personas, tan ingenuos y desconcertados que ni siquiera saben distinguir la derecha de la izquierda, sin mencionar luego los animales? “(4.10-11). No hay respuesta. El lector tendrá que dársela.

La moral

¿Hay una moral? Realmente parece que sí. Los judíos de esa época, y nosotros también hoy, sabemos que no somos perfectos. Más aún, el Antiguo Testamento está lleno de afirmaciones sobre la cabeza dura de los creyentes. Pero luego, en fin de cuentas, arriesgaban (y nos arriesgamos) de sentirnos de todos modos mejores, “que los nuestros”, y por lo tanto salvados. Los otros son peores que nosotros y serán juzgados con serenidad. (¡Cuántas veces somos tan indulgentes con nosotros mismos, incluso en asuntos importantes, y durísimos en relación con “los demás”, como sea que definamos a estos otros!).

Dios trata de convertir ante todo el corazón de su profeta, de los  suyos. Trata de hacerle ver a las personas como las mira él, no diferentes y por lo tanto malas (¡y los ninivitas realmente eran malos!), pero ante todo personas, necesitadas de consejos, de indicaciones y sobre todo de que se las mire con afecto. Lo que Dios promete a los suyos, lo vive para todos los seres humanos. Solo que a veces fatiga por hacérselo entender sobre todo a los suyos más cercanos a él, quienes deberían conocerlo y anunciarlo y, a veces, pareciera que hacen todo lo posible para no dejar intuir ¡qué gran  tesoro de misericordia y humanidad es Dios! No es casualidad que el libro se cierre con una pregunta, exactamente como la parábola de Lc 15: la respuesta queda confiada a todos nosotros.

Angelo Fracchia, biblista

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