
Yo era una adolescente de 13 años cuando, por primera vez he sentido arder en mi corazón la centella de mi vocación y el deseo de consagrar mi vida a Dios para la Misión. Nacida en una familia de fe sencilla pero profunda, recibí en ella y en la comunidad eclesial una sólida formación humana y cristiana, que me abrió el camino para dar una respuesta a Dios que me llamaba.
Las misioneras de la Consolata estaban presentes en mi pequeña ciudad natal, Cafelandia (Paranà), en el sur de Brasil, y a través de su testimonio de vida consagrada misionera y su apoyo, decidí embarcarme en la aventura de andar por los caminos del mundo, compartiendo con otras personas y con otros pueblos la alegría de creer en un Dios que nos ama y que ha dado su vida para que todos tuvieran vida en abundancia.
Tras los años de formación, a los que siguió mi profesión religiosa, el compromiso misionero se intensificó, asumiendo formas nuevas y urgentes que han comprometido plenamente mi vida. Ser misionera en Mozambique, donde hoy me encuentro, o en cualquier otra parte del mundo, requiere cultivar una experiencia profunda del amor de Dios, alimentar un fuerte espíritu de fe y reavivar una sensibilidad cada vez más fuerte al soplo del Espíritu, que genera nueva vida. . Para mí, la vida misionera se expresa, sobre todo, en tres dimensiones claras y concretas: el testimonio de una vida profundamente evangélica, la oración constante a favor de toda la humanidad, el anuncio de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Evangelio de salvación. Ser misioneras significa ante todo tener una gran pasión por Jesucristo y, al mismo tiempo, una sincera pasión por la persona, por los pueblos. Y como afirma el apóstol Pedro: “el verdadero testigo sabe dar razón de su propia fe y esperanza”. (Cf 1 P 3, 15), nuestro carisma específico, como misioneros y misioneras de la Consolata, es el de la evangelización en el signo de consolación, es decir, el testimonio de Jesucristo. Y el estilo que nos caracteriza es el de una relación fraterna con las personas con las que convivimos, de la cercanía respetuosa con cada persona y de su cultura, de acogida de la diversidad como riqueza, de atención a los más pobres y marginados.

Todo esto, les abre a las personas y a los pueblos el camino que conduce al encuentro con el misterio del Reino de Dios. Un aspecto importantísimo de nuestra dimensión misionera que ilumina y facilita el proceso de evangelización, es la vida de oración, porque la misión no consiste únicamente en anunciar la Palabra de Dios, es decir, hablar de Dios a las personas, sino que es fundamental para quienes anuncian hablar a Dios de las personas. Nosotros sabemos que la conversión y salvación de las personas no depende de ellas, sino que es obra del Espíritu Santo que actúa como, cuando y donde quiere. El evangelizador es el mediador, el puente y está al servicio de la Missio Dei. Los misioneros tienen una misión preciosa y fundamental: representar a Dios y llevarle a Él la realidad de los pueblos y del mundo entero. Por eso su oración es, a veces, de acción de gracias y otras veces de alabanza, de súplica o de intercesión, de lamentación y de ofrenda, de entrega de sí mismo para que la vida llegue a su plenitud. La misión ensancha el corazón y el horizonte de quien la abraza como su ritmo de danza cotidiana, fluye en su espíritu como un soplo vital y determina cada elección de su corazón.
Para concluir mi testimonio, fruto de experiencia y de reflexión sobre la misión en el mundo de hoy, deseo expresar mi gratitud y mi alegría de ser miembro de un Instituto misionero que tiene el carisma específico del servicio a la misión ad gentes. Me siento muy feliz de estar en Mozambique, particularmente en la misión de Macúa, en el Niassa, por segunda vez. Después de haber dejado Mozambique desde hace algunos años para cumplir con otros servicios que me solicitó el Instituto, he regresado para realizar mi apostolado entre el pueblo Macúa, una gran etnia que vive en el norte del país. Y es aquí, en medio de este pueblo, donde tuve la oportunidad de vivir la verdadera dimensión de la misión y de percibir la belleza de una vocación que involucra a toda la persona. También agradezco a Dios por la posibilidad de vivir mi misión en una comunidad internacional, intercultural e intergeneracional. De este modo puedo decir con claridad y convicción que “La misión no está formada por navegantes solitarios, sino por apóstoles llenos de amor y de celo por la evangelización”.
Hna Anair, mc