La dimensión misionera de la Consagración

Hna Simona, superiora general de las Misioneras de la Consolata, nos propone una reflexión sobre la misión ad gentes de nuestro Instituto. 

La misionariedad, que brota del misterio pascual como dimensión cualificante de toda la vida eclesial, encuentra su realización específica en la vida consagrada. Más allá de los carismas propios de aquellos Institutos que se dedican a la misión ad gentes o que se empeñan en actividades de tipo propiamente apostólico, la misionariedad es innata en el mismo  corazón de cada forma de vida consagrada, que es memoria viviente de la forma de existir y de actuar de Jesús como Verbo Encarnado, supremo consagrado y misionero del Padre2. En el contexto actual encuentro necesario y fecundo para nosotras consagradas detenernos a  «leer la missio Dei, como misterio confiado por Cristo a su Iglesia y confirmado en Pentecostés con el poder del Espíritu Santo: Vosotros recibiréis la potencia cuando el Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaria y hasta la extremidad de la tierra (Hechos 1,8). Cualquier forma de vida consagrada recibe, acoge y vive esta llamada como elemento constitutivo de la secuela Christi “3.

 

Memoria viviente del Hijo

Estamos consagradas por un don gratuito de lo Alto que, de creaturas inmersas en Dios, nos llama a ser “Memoria viviente” de la vida de Hijo”. Descubrimos que la misión se realiza en nosotros precisamente  aquí, en el vivir la vida de Cristo, en todas sus dimensiones: la unión indisoluble con el Padre y con el Espíritu, en la comunión trinitaria; la encarnación; la vida oculta un Nazaret; el anuncio del Reino enseñando, curando, perdonando, liberando; la pasión; la muerte; La resurrección; el retorno al Padre.

Descubrimos que la consagración se realiza en nosotras precisamente aquí, en el vivir la vida de Cristo en todas sus dimensiones: a unión indisoluble con el Padre y con el Espíritu, en la comunión trinitaria; la encarnación, la vida escondida en Nazaret; el anuncio del Reino enseñando, curando, perdonando, liberando, la pasión; la muerte; la resurrección, el retorno al Padre.

Descubrimos que la consagración se traduce no solo en el estar asociadas de alguna manera a esta Su vida, sino  en el estar íntimamente unidas, en el estar íntimamente inmersas. En esta unión íntima radica  el testimonio, que no es el simple informe de un hecho ocurrido, sino realización del  Misterio en lo vivido, narración vital de la experiencia del encuentro con una Persona, de una relacion que me anima, me da vida. En el testimonio se expresa la magnificencia humildísima del Infinito que sabe manifestarse en lo pequeño, la potencia flexible del Todo que sabe habitar el fragmento, el deseo vibrante del Creador de vivir en la criatura.

Testimonio Pascual 

Ya el Decreto Perfectae caritatis evidenciaba la misionariedad  en el seno de la vida consagrada como testimonio animado por la fe, por la caridad, por el dinamismo Pascual que recorre y abraza el universo, sin exclusiones ni barreras: «Todos los religiosos, animados por la fe íntegra por la caridad hacia  Dios y hacia el prójimo, por el amor a la cruz y por la esperanza en la gloria futura, difunden en todo el mundo la buena noticia de Cristo, de manera que su testimonio resulte  manifiesto a todos y sea glorificado el Padre nuestro che está en los cielos.!(cf. Mt 5,16)»

Hoy el Papa Francisco nos acompaña en el revisitar la misionariedad, poniendo el acento precisamente en el testimonio pascual como elemento caracterizante de la misión. En una conversación con Gianni Valente sobre el ser misioneros hoy en el mundo, el Santo Padre se expresaba de la siguiente manera: “Sin el Espíritu, querer hacer misión se convierte en otra cosa. Yo diría que se convierte, en un proyecto de conquista que hacemos nosotros […]. Si no está el Espíritu Santo, no hay anuncio del Evangelio. A esto lo  puedes llamar publicidad, búsqueda de nuevos prosélitos. La misión es dejarte guiar por el Espíritu Santo: que sea Él quien te empuja a anunciar a Cristo. Con el testimonio, con el martirio de cada día. Y si es útil, también con las palabras». “El mandato del Señor de salir y anunciar el Evangelio pulsa por dentro, por enamoramiento, por atracción amorosa. No se sigue a Cristo, y mucho menos aún alguien se convierte en anunciador de él y de su Evangelio por una decisión tomada en la mesa, por un activismo autoinducido.

También el impulso misionero sólo puede ser fecundo si se surge desde dentro de esta atracción y se la transmite a los demás”. “El anuncio del Evangelio significa entregar en palabras sobrias y precisas el mismo testimonio de Cristo, como lo hicieron los apóstoles. Pero no sirve el ponerse a inventar discursos persuasivos. El anuncio del Evangelio también puede ser susurrado, pero siempre pasa a través de la fuerza impresionante del escándalo de la cruz”.

Entonces emerge el sentido más profundo del testimonio (martyrion en griego): el martirio, corazón de la misión, pero también corazón de la vida consagrada como memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, que expresa y realiza plenamente su consagración al Padre en el misterio pascual. El testigo es justamente aquel o aquella que se convierte existencialmente en memoria, que revive la experiencia de Cristo, la representa en modo que en su vida se actualicen en forma totalmente original, única y muy concreta los misterios de la vida del Hijo. En el testigo/mártir, el Evangelio es anunciado porque Cristo es libre de vivir Su vida, pasión, muerte y resurrección en la existencia de su discípulo consagrado.

El Papa Francisco lo expresa así: «Miremos juntos a Jesús Crucificado, su corazón desgarrado por nosotros. Empecemos por ahí, porque de allí ha surgido el don que nos que nos ha generado; de allí se derramó el Espíritu que renueva, (cf. Jn 19, 30). Desde allí sintámonos  llamados, todos y cada uno, a dar la vida”. Y todavía, comentando un pasaje de la carta de San Pablo a Timoteo: “San Pablo dirige una última exhortación: “No te avergüences de dar testimonio, sino, con la fuerza de Dios, sufre conmigo por el Evangelio” (2Tm 1,8). Pide dar testimonio del Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una palabra vivir para el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el criterio principal para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad. Poco después, Pablo escribe: “Estoy llegando al fin,  ya estoy a punto de ser ofrecido como sacrificio, pago como ofrenda” (4,6). Anunciar el Evangelio es vivir la ofrenda, es testimoniar hasta el final, es hacerse todo para todos (cf. 1 Co 9, 22), es amar hasta el martirio”.

 

Como la luna

 Por lo tanto el consagrado y la consagrada encuentran en su pertenencia a Cristo, en la atracción apasionada hacia Él, en la identificación con Él, Hijo misionero del Padre, en estar inflamados por el fuego de su Espíritu, en la plena identificación con su misterio pascual, el fundamento y el impulso de la misión. Son enviados no para sí mismos ni por sí mismos, o en virtud de alguna capacidad específica, sino sólo en cuanto sumergidos, tomados, conquistados por el Hijo enviado y a Él unidos. Más que enviados, entonces, son misioneros porque son testigos 9, es decir, vidas transparentes a Otro, existencias diáfanas, atravesadas, transfiguradas por la Luz que es Cristo, que ciertamente los consagra, es decir, los hace sagrados, ventanas abiertas a la trascendencia, a la vida de Dios. En la homilía de la Misa de Epifanía del 2016, el Papa Francisco volvía a proponer una imagen fascinante de la Iglesia que, en el contexto de esta breve reflexión, puede ayudarnos a iluminar el misterio del testimonio misionero.

“La Iglesia no puede ilusionarse de que brillará con luz propia, no, no puede”.

San Ambrosio lo recuerda con una hermosa expresión utilizando la luna como metáfora de la Iglesia: “Verdaderamente la Iglesia es como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la de Cristo. Trae el propio esplendor del Sol de justicia, así que puede decir: “No soy más yo que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí’ ”(Exameron, IV, 8, 32). Cristo es la verdadera luz que ilumina; y en la medida en que la Iglesia permanece anclada a él, en la medida en que se deja iluminar por él, logra iluminar la vida de las personas y de los pueblos. Por esto los Santos Padres reconocían en la Iglesia el “mysterium lunae“.

Tenemos necesidad de esta luz que viene de lo alto para corresponder de manera coherente a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una elección entre tantas que podemos elegir, y ni siquiera es una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a expresar su misma naturaleza: ser iluminada por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio “10.

El consagrado, la consagrada son verdaderamente como la luna que se dejan incluir en la misión de Dios: no brilla con luz propia, sino con la de Cristo, que refleja en quienes, asidos por Él, unidos a Él y por Él transfigurados, dejan transparentar humildemente a través de la propia humanidad consagrada,  la fascinación de un Amor que ama manifestarse en la fragilidad de . hombres y mujeres atraídos, seducidos y gozosamente entregados a Su Fuego.

En el signo del mysterium lunae, estamos llamados a recorrer hoy los caminos del Espíritu, revisitando creativamente “la gracia de los orígenes, la humildad y la pequeñez de los comienzos que hicieron transparentar la acción de Dios en la vida y el mensaje de aquellos que colmados de estupor, iniciaron el viaje recorriendo caminos, excavados y senderos escarpados. Los orígenes de nuestra historia en la Iglesia siempre serán para nosotros una invitación a la pureza del Evangelio, un horizonte de fuego colmado de la creatividad del Espíritu, un anhelo donde medir nuestra verdad de discípulos y misioneros ”

Hna Simona, superiora general mc

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