
“Oh Dios, si yo te adoro por miedo al infierno, quémame en el infierno; si te adoro por la esperanza del Paraíso, exclúyeme del paraíso, pero si te adoro por ti mismo, ¡no me rechaces de tu eterna belleza! ” Rābiʿa al-ʿAdawiyya
Hermana Celia Cristina, misionera de la Consolata argentina, con comparte cuánto la vida misionera es hermosa
El vigésimo quinto aniversario de mi profesión religiosa se me ha presentado casi como un evento intencional y al mismo tiempo “natural” que ocurre simplemente porque se ha vivido. Esta es efectivamente la sensación dominante en este momento: He vivido plenamente, he vivido una historia llena de eventos, de personas, de encuentros, de descubrimientos, de gozo, de fatigas, pero, sobre todo, de una experiencia BELLA, extraordinariamente bella, de la que no cambiaría nada ni tampoco con ninguna otra experiencia.
En este gran mundo de religiones y en particular en el Islam, junto al que he vivido en estos años de mi vida misionera, hay algo que me ha conmovido en tal modo que cuando me preguntan qué es el Islam, encuentro rápidamente una respuesta que surge de lo que he vivido. Para mí, el Islam son rostros, personas que han enriquecido mi ser como misionera; es una riqueza para vivir y compartir y esto me ha enseñado a ser más humilde, y es aquí donde hago mía esta hermosa expresión de la poetisa Sufi Rabbiá.

Recuerdo que hace poco tiempo mi sobrina Florencia, un poco a quemarropa, me preguntó “¿eres feliz tía?“. Me di cuenta de que nunca me había hecho esta pregunta de forma tan explícita, pero la respuesta me llegó tan de golpe, que primero me sorprendió: “¡en la vida no me pudo haber ocurrido algo más hermoso!”. Y los sentimientos que acompañaban estas palabras fueron: asombro, emoción, gratitud, que surgieron desde dentro de una manera espontánea y casi irrefrenable.
Hoy, al recordar estas palabras, siento que expresan muy bien lo que estoy viviendo: mi vida ha sido y es hermosa, no porque haya vivido con intensidad y alegría, sino porque en un cierto momento me ocurrió algo extraordinario: el Dios de la vida, el Señor Jesús, que habitaba siempre en mi, se hizo reconocer con una fuerza nueva, me hizo intuir hasta qué punto de mi existencia podía donarme la relación especial con Él, y me ha fascinado con su promesa de vida plena, me involucró en su misma pasión por los seres humanos y su felicidad. Y me dejé conquistar, simplemente, como ocurre cuando alguien llega a tocar las cuerdas secretas del corazón y las hace vibrar de una manera única, como nadie lo hizo antes, haciéndote descubrir que siempre has estado esperando precisamente eso, precisamente a Él.
No pienso en la reedición espiritual de la fábula del príncipe azul con la que nunca he soñado, sino en la conciencia de que cada uno de nosotros realmente lleva en sí mismo el rastro divino de su origen y, con ello, la intensa nostalgia de una vida armoniosa con el Señor, de una existencia vivida en el amor, de relaciones hermosas, serenas y positivas entre hombres, de diferentes religiones y culturas, y este es el deseo que nos inquieta, permanentemente en busca de algo “más”, siempre tendiendo hacia el otro que nos apague hasta que lo encontremos y lo reconocemos por la paz que nos da.

¿Cómo no recordar las palabras con las que San Agustín expresó con lucidez esta realidad: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” Y por qué no las de “Rābiʿa al-ʿAdawiyya”, una poetisa Sufi «Soy de mi Señor y vivo a la sombra de sus mandamientos.
A este punto espero alguna pregunta provocativa: «pero, lo que me sucedió en un cierto momento de mi vida, ha permanecido allí, en el recuerdo de una experiencia hermosa pero pasada o bien: ¿hay una presencia, un amor real que sostiene la vida de hoy?
¿Qué experiencia de plenitud ofrece la vida con Dios? ¿No falta algo en el cumplimiento de esa realización humana y afectiva a la que toda persona aspira?
Confío mi respuesta a palabras mucho más eficaces que aquellas con las que podría expresar lo que yo también siento con intensidad y dulzura: un hermoso pasaje tomado de las confesiones de San Agustín.
Lo que siento de una manera no dudosa, sino más bien segura, Señor, es que te amo. Pero ¿qué amo; cuando te amo a ti?
No es una belleza corpórea, ni una gracia temporal: no el esplendor de la luz, tan querido para estos ojos míos, no las dulces melodías de las cantilenas de cada tono, no la fragancia de las flores, de los ungüentos y de los aromas, no el maná y la miel, no el cariño que se expresa con los abrazos de la carne.
Nada de todo esto amo cuando amo a mi Dios, sin embargo, amo una especie de luz, de voz, de olor, de comida, y de abrazo en el amor de mi Dios: la luz, las voces, el olor, la comida, el abrazo del hombre. interior que está en mí, donde resplandece en mi alma una luz no envuelta por el espacio, donde resuena una voz no abrumada por el tiempo, donde se huele un perfume no dispersado por el viento, donde percibo un sabor no atenuado por la voracidad, donde se anuda una carga no interrumpida por la saciedad.
Esto amo cuando amo a mi Dios “ (San Agustín)
Con esta plenitud de amor que me ha sido donada y que me colma de alegría, continúo mi camino con Dios, agradecida por lo mucho que he recibido de Él y de las personas con las que ha enriquecido mi existencia.
Miro el tiempo que tengo ante mí con el corazón y los sentimientos expresados en la última estrofa del Salmo 16:
«Me mostrarás el sendero de la vida, alegría perpetua en tu presencia, dulzura sin fin a tu derecha»